martes, 22 de marzo de 2016

MITOS Y REALIDADES DE LA EDUCACIÓN COLONIAL.

A lo largo de la historia de México, algunos investigadores y científicos sociales platean que la época colonial fue sinónimo de oscurantismo cultural e ignorancia científica, algo parecido a la edad media en Europa. En realidad como ocurre en diferentes disciplinas de las ciencias sociales, no podemos categorizar como leyes los acontecimientos históricos de una nación, indicando la bondad o maldad en las decisiones  que llevaron a cabo los diferentes actores de la historia.

En el texto “Mitos y realidades de la educación colonial” Pilar Gonzalbo Aizpuru nos expone algunos mitos y realidades de la educación colonial en el México del siglo XVI, la visión educativa que se desarrolló en la Nueva España y cuál era su objetivo primordial ante la disyuntiva de si era pertinente educar o no al “indio”[i] .

Entre los mitos observados por la autora se contempla la idea de que la educación impartida a los indígenas solamente se basaba en la educación evangelizadora eclesiástica, cuando se puede identificar que fuera del papel opresor religioso, también se impartía educación y adiestramiento de oficios que significaban una cierta mejoría en la situación social de los pueblos: “En la práctica, frailes mendicantes y párrocos seculares enseñaron la doctrina y administración de los sacramentos, a la vez entrenaron a los indios en el cultivo de plantas traídas del viejo mundo, en las técnicas artesanales apropiadas para satisfacer las necesidades de la población española y la cría de animales domésticos, que complementaría los recursos de la economía familiar y las exigencias de abasto de las ciudades de rápido crecimiento” (Gonzalbo, 1999: 28). Si bien se puede demostrar que la instrucción de diferentes oficios hacia las comunidades sí servía como desarrollo en las mismas, sin embargo podemos identificar también que está educación basada en la instrucción de oficios solamente sirve para mantener en condiciones permisibles a los pueblos indígenas, es decir se dan cuenta los españoles que el nivel de explotación hacia los indígenas no puede ser radicalmente de exterminio, ya que si se mantiene un talante de esclavitud exacerbado, a lo único que conllevaría es que ya no habría a quien explotar ni quien obedeciera ordenes españolas, es decir ya no existieran ciervos.

Lo importante ante esta enseñanza era el buscar introducir en el indígena una especie de consciencia del lugar que desempeñaban en la sociedad, es decir implantarles la idea de que ellos son los dominados y lo único que pueden hacer es resignarse y tratar de vivir de acuerdo a las leyes cristianas agradeciendo por lo que dios les otorga “Un hombre educado, incluso hoy, pero mucho más en el siglo XVI, es aquel que sabe que es lo que debe hacer en todo momento, que conoce su lugar en la vida y que es capaz de apreciar los valores imperantes en su sociedad” (Ibídem: 29).  Para ello plantea la autora que fue necesario mesclar las diferentes formas de enseñanza prehispánica con las virtudes de la religión cristiana, ejemplo de ello fue la utilización de los valores sociales comunales como el respeto, humildad, austeridad y a la par se impulsó la enseñanza de los mandamientos, la no injerencia en los pecados capitales y entre otras creencias cristianas. En donde en realidad se dejaba hasta cierto punto la educación eclesiástica a los indígenas y ya no a los españoles, estos al encontrar mayor satisfacción en los bienes materiales y no en la cuestión espiritual, en muchas ocasiones eran menos cristianos que los propios indígenas. “De este modo la educación auténticamente cristiana se consideraba adecuada para los indios, mientras que los castellanos, en defensa de su propio prestigio y de los intereses de la corona, podía olvidar la mayor parte de los preceptos evangélicos” (Ibídem: 36).

El legado de estos preceptos evangélicos hacia las comunidades indígenas ha conllevado a que podamos apreciar actualmente el comportamiento sobre muchos temas de gran relevancia en los cuales tendrían ser participes. “El reconocimiento tácito de la superioridad de quienes tienen la tez más clara y el conocimiento de los recursos del poder, el desinterés hacía proyectos políticos que se siguen sintiendo ajenos, la incredulidad ante ofrecimiento de mejora económica tantas veces frustrada, el rechazo de proyectos supuestamente redentores, la falta de costumbre de defender sus derechos” (Ibídem: 37).

En general y como conclusión, se puede observar una variedad de mitos y realidades sobre la educación indígena en la época colonial, mitos que fundamentaron un supuesto atraso educativo y realidades que desarrollaron hasta cierto punto mejoras en la condiciones de vida de los indígenas, pero aclarando que el talante de mantener a las comunidades en un contexto de explotación nunca se dejó de lado. Concretamente dicho, podemos identificar en esta lectura que la visión actual que se tiene de la educación como una educación que conlleva a que un pueblo educado mejorará en términos generales su condición social de desarrollo (una visión progresista de la educación) no fue puesta en marcha  en esta época de la historia de México. En la época colonial, la educación y en especifico la educación indígena se desarrolló como una forma de dotar de ciertas mejoras a las comunidades indígenas pero el carácter progresista social no era aplicado, no se buscaba la radical mejora en las condiciones de vida de los indígenas, sino un punto intermedio entre la represión excesiva, la obediencia y sumisión de los pueblos indígenas hacia el español.




[i] Las comillas son mías, ya que no comparto la conceptualización del antiguo mexicano como el indio, sin embargo soy consciente de la utilización indiscriminada de este término por parte de los españoles desde el siglo XVI y posteriormente de intelectuales mestizos que buscan imprimir un carácter peyorativo a las comunidades indígenas.

BIBLIOGRAFÍA.

·         Gonzalbo Aizpuru, Pilar. "Mitos y realidades de la educación colonial" en Educación rural e indígena en Iberoamérica. Colegio de México COLMEX, México D.F, 1999.

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